Jonathan Green Nigromante

Dieter Heydrich ha dedicado su vida a convertirse en médico. En su búsqueda para acabar con el dolor y el sufrimiento del mundo y proteger a sus seres queridos, abre accidentalmente la puerta de un terror que pocos hombres cuerdos han visto jamás: la puerta que da acceso a los secretos de la muerte. Porque la nigromancia promete desesperación para quienes fracasan y horrores inimaginables para quienes tienen éxito. Nigromante narra la suerte que corre este hombre antes noble a medida que cae más y más profundamente hacia la oscuridad.

Narración intensamente emocionante, condu OF al lector por saquead c Swipe n levan a cabo su macabra obra, hacia misma. Los muertos adrones de tumbas d de la nigromancia se alzarán de las tumbas. Temed al hombre que los hace caminar. Jonathan Green Nigromante Warhammer epub ri. 2 epublector 17. 06. 13 Título original: Necromancer Jonathan Green, 2005 Traducción: Diana Falcón Editor digital: epublector montañas, caudalosos ríos, oscuros bosques y enormes ciudades. Y desde su trono de Altdorf reina el emperador Karl Franz, sagrado descendiente del fundador de esos territorios, Sigmar, portador del martillo de guerra mágico.

Pero estos tiempos están lejos de ser civilizados A todo lo largo y ancho del Viejo Mundo, desde los caballerescos palacios de Bretonia hasta Kislev, rodeada de hielo y situada en el extremo septentrional, resuena el estruendo de la guerra En las gigantescas Montañas del Fin del Mundo, las tribus de orcos se reúnen para llevar a cabo un nuevo ataque. Bandidos y renegados asuelan las salvajes tierras meridionales de los Reinos Fronterizos. Corren rumores de que los hombres rata, los skavens, emergen de cloacas y pantanos por todo el territorio.

Y, procedente de los salvajes territorios del norte, persiste la siempre presente amenaza del Caos, de demonios y hombres bestia corrompidos por los inmundos poderes de los Dioses Oscuros. A medida que el momento de la batalla se aproxima, el Imperio necesita héroes como nunca antes. LA CONFESION DEL HERMANO MATTEUS La puerta de la celda se abrió con un crujido y el padre Ludwik entró en la sala donde iban a morir los agonizantes. El aire de la estancia estaba viciado y cargado de hedor a muerte.

La llama 2 DF la única vela chisporroteó a corriente de aire V principio, el padre Ludwik apenas distinguió que habla alguien acurrucado bajo las mantas del pequeño camastro. Daba la impresión de que uno de los hermanos se había quitado el hábito y lo había arrojado descuidadamente sobre el lecho. No fue hasta que la prenda aparentemente vacía se movió y la arrugada tela de la cogulla cayó de una cabeza que era poco más que piel tensada sobre un cráneo, que el sacerdote tuvo la certeza de que había alguien allí. La figura era frágil y parecía vieja, muy, muy vieja…

Tenía la cabeza completamente calva y punteada de pecas, y el único pelo visible eran unas hirsutas cejas grises. Las huesudas manos habían sido deformadas por alguna cruel enfermedad degenerativa hasta parecer garras. La piel del anciano era fina como papel, tensa sobre los huesos que recubría, y sus venas de frio azul resaltaban contra el ármol blanco de la poca carne que revestía el agostado cuerpo. La estructura ósea de su cara de pómulos prominentes, angulosa mandíbula bien definida y nariz de aristocrático perfil, era claramente visible al siluetearla la oscilante llama de la vela.

Ludwik apartó la mirada. En sus treinta años como sacerdote de Morr había visto la muerte en sus infinitas formas: soldados que habían sufrido brutales heridas físicas en los campos de batalla, enfermos de plaga, muertos de accidente, víctimas de asesinato. Pero aquel hombre tenla algo que hizo que Ludwik apartara los ojos con repulsión. No era del todo debido a su apariencia; Ludwik había visto cosas mucho peores en su vida. Se trataba de alguna otra 3 DF debido a su apariencia; Ludwik había visto cosas mucho peores en su vida.

Se trataba de alguna otra cosa que el viejo sacerdote no lograba determinar. Daba la impresión de que el anciano tenía que estar ya muerto, y ciertamente olía como si lo estuviera. Nada que aun estuviese vivo debería oler jamás de ese modo. El padre Ludwik se estremeció y se envolvió más apretadamente en su negro hábito de tela basta; la celda estaba muy fría a pesar de las brasas del fuego que agonizaba en el hogar. El sacerdote cogió el atizador de hierro que colgaba de un gancho junto a la chimenea y removió los troncos que ardían sin llama en el hogar, haciendo repiquetear con furia el hierro. ??Padre, ¿sois vos? La voz del anciano era aguda y cascada como el timbre de una campana rota, sonido que hizo que Ludwik se sintiera como si su columna vertebral estuviese hecha de agua helada. nspiró profundamente para recobrar la compostura. —El hermano M atteus, ¿verdad? Se trataba del nombre que, según el hermano Oswald, había dado el anciano cuando fue admitido en la hospedería. Al hermano Oswald, al igual que ahora a Ludwik, e había resultado evidente que al anciano no le quedaba mucho tiempo en este mundo.

Cuando tendieron su convulso y frágil cuerpo sobre el camastro y lo arroparon para que estuviese cómodo en la celda de espera, el vigo había solicitado hablar con el padre responsable de la hospedería. No le serviría ningún otro sacerdote; en este punto el anciano, por lo demás debilitado, se había mostrado inflexible. La respiración del viejo era trabaj 4 lo demás debilitado, se había mostrado inflexible. La respiración del viejo era trabajosa y jadeante. por un momento, a Ludwik le dio la impresión e que apenas podia respirar, y mucho menos hablar.

Pero luego, al fin, el anciano volvió a romper el silencio. —El nombre de hermano M atteus bastará por ahora. La Incertidumbre frunció la frente de Ludwik. ¿Qué podría querer decir el anciano? Ahora que pensaba en ello, el padre Ludwik no estaba seguro de cómo habla llegado el hermano Matteus a yacer allí, en el templo de la población de Bregerstadt. Tampoco sabía de qué agonizaba el anciano, sino sólo que, evidentemente, ahora yacía en su lecho de muerte. Sin duda su agonía era debida a los devastadores efectos de la vejez, y la Hermandad de

Morr era responsable de hacer que las últimas horas del hermano Matteus resultasen tan cómodas y libres de preocupaciones como fuese posible, dado que se trataba de un colega servidor del solemne dios de la muerte. —Deseabais hablar conmigo, hermano —dijo Ludwik. —Asf es. Así es, en efecto, padre —jadeó el anciano. Su voz era poco más que un ronco estertor de muerte. Ludwik estaba habituado a que lo llamaran «padre» los hermanos y aquellos que acudían en busca del favor de Morr y de los servicios de un sacerdote de muerte para los seres queridos que habían pasado a mejor vida.

Pero ahora, en labios de este anciano lo astante viejo para ser el abuelo de Ludwik. el término parecía ridículo. Tenía que ser fácilmente treinta o incluso cuarenta años mayor que Ludwik, que contaba co; tal vez 5 DF fácilmente treinta o incluso cuarenta años mayor que Ludwik, que contaba cincuenta y cinco; tal vez incluso rozaba los cien años de edad, aunque una longevidad tal era casi inaudita. Tenían que ser los devastadores efectos de alguna terrible enfermedad aquello que lo había envejecido de modo tan terrible, concluyó Ludwik. —Asf es.

Así es, en efecto —repitió el anciano. El hombre tosió y se oyó una horrible gárgara flemosa. Con una mano que era poco más que una garra esquelética, se aferró el vientre por encima de la manta. —Hermano, ¿qué sucede? —Preguntó Ludwik con una ansiedad que ahora se evidenciaba en su voz, al tiempo que avanzaba hacia el anciano—. Permitidme que os ayude. —No. —Una mano mantuvo a distancia al maduro sacerdote de M orr. El desdichado agonizante respiró trabajosamente unas cuantas veces más antes de intentar hablar de nuevo. —Os suplico que oigáis mi confesión.

Con la mirada fija en el débil anciano, Ludwik se preguntó qué podría tener que confesar un viejo acerdote de Morr en su lecho de muerte que no supiera ya el dios de la muerte y de los sueños. Pero había mil y una cosas que podían perturbar a un hombre que se hallaba en el umbral de la puerta del reino ultraterreno de los muertos. Mil y una cosas que podían preocupar a un hombre que contemplaba el rostro de la muerte cuando sus Ojos comenzaban a fallar y veían más allá del velo de este mundo temporal al mirar el severo rostro de ojos umbríos del propio M orr. or supuesto, hermano —respondió Ludwik, que se sentó en la silla que habían dejado ju —Por supuesto, hermano —respondió Ludwik, que se sentó en la illa que habían dejado junto al lecho de M atteus. Si el hecho de que oyeran su confesión podía hacer que las últimas horas del hermano Matteus fuesen más tolerables y lo preparara mejor para atravesar la temida puerta hacia el mundo del otro lado, el padre Ludwik lo haría. Era muy poco pedir por parte de un agonizante a un colega sacerdote de M orr.

Además de las atenciones que dispensaban a los muertos, no era raro que aquellos que se hallaban ante la puerta de la muerte acudieran a la hospedería para solicitar que los oyeran en confesión antes de morir, a fin de entrar en la otra vida libres de la carga de sus ecados y con la esperanza de culminar más rápidamente su paso a través de los campos de M —Sí, es lo que necesito. Una figura paternal a la que confesárselo todo. Una figura paternal que pueda garantizarme la absolución. —El anciano rio, pero el sonido fue amargo y carente de alegría—. iQué irónico! ??Lo siento, hermano, ¿qué queréis decir? No os entiendo. No, no podéis. Claro que no. —El anciano profirio una flemosa risilla entre dientes—. Pero no importa. No tiene ninguna importancia. Como la mayor parte de nuestras breves y lastimosas vidas. No tiene la más mínima importancia. El anciano volvió a toser y un reguero de saliva manó por una blanquecina comisura de la boca del hombre. pero ¿por dónde empezar? ¿por dónde empezar? —repitió el viejo. DF —Podr[ais comenzar por o verdadero nombre — por decirme vuestro verdadero nombre —sugirió Ludwik.

Sí, eso sería sensato, ya que vais a oírme en confesión. Carecería de sentido confesarme con otro nombre. A fin de cuentas, adónde me llevaría eso, con el austero M orr. El anciano gimió de dolor al girar sobre sí para yacer de espaldas. —Muy bien. Permitidme que os lo cuente todo. Me llamo Dieter Heydrich, hijo de Albrecht Heydrich, y naci y crecí en el pueblo de Hangenholz, situado a seis leguas al nordeste de Bbgenhafen, junto a las colinas Skaag, a doce leguas de esa maldita madriguera sigmarita de Altdorf. Nací en el tercer año del reinado del famoso emperador M agnus, conocido como el Piadoso.

El padre Ludwik dejó escapar una suave exclamación ahogada y se echó atrás en la silla como si se hubiera sobresaltado. ¿Qué? —El anciano clavó en el confesor unos negrísimos ojos que parecían penetrantes como agujas en la oscilante luz de la vela. —Estáis equivocado, hermano —dijo Ludwik—. Eso haría que tuvieseis más de… ??Doscientos años de edad —lo interrumpió el sacerdote agonizante con un jadeo—. Sí, lo sé. Doscientos trece, para ser exacto. La mente del hermano Matteus, o más bien de Dieter Heydrich, debía de estar confusa, pensó Ludwik. No sabía qué decía.

Sin duda parecía viejo, pero ¿más de doscientos años? Proseguid —dijo Ludwik al tiempo que volvía a darse en la silla. —Como he dicho, nací durante el reinado de Magnus el Piadoso. Os preguntaréis cómo puedo haber Vivido más de doscientos años. Bueno, también eso lo confesaré. Es sencillo, en realidad. Soy un nigromante. La mira 8 DF doscientos años. Bueno, también eso lo confesaré. Es sencillo, en realidad. Soy La mirada que el anciano lanzó a Ludwik junto con estas palabras sumió al padre en un pasmado silencio. El viejo, Matteus o Heydrich o comoquiera que se llamara, estaba claramente loco.

En primer lugar, el hecho de que hubiese podido vivir más de doscientos años era ridículo. En segundo lugar, ¿cómo podía ser un nigromante, un hechicero oscuro, un invocador de espíritus? Los nigromantes eran anatema para los servidores de Morr, el azote de su hermandad. Profanaban los lugares de sagrado descanso de los muertos y saqueaban el reino ultraterreno de Morr con sus epravados encantamientos mórbidos. Era obvio que Ludwik no podía fiarse de una sola palabra pronunciada por el hombre. udwik se preguntó cuál habría sido la causa de que este hombre se volviera loco y perdiera el juicio de ese modo. ?Tal vez era consecuencia de todos los años pasados ocupándose de agonizantes y muertos, de todos los horrores que había presenciado? Quizá se debía a alguna otra cosa que le había sucedido más recientemente. Cabía la posibilidad de que fuese consecuencia de haber tenido trato con un auténtico conjurador de muertos. ¿Acaso seria ésta la suerte que correría él mismo? se preguntó Ludwik sombríamente, distraído por un instante. —¿Os escandalizo? —jadeó el anciano. —N… no, hermano. No, por supuesto que no. Es sólo que…

Habéis consentido en oír mi confesión —le recordó el viejo con tono cortante. Ludwik intentó rehacerse sentía una intensa i recordó el Viejo con tono cortante. Ludwik intentó rehacerse a pesar de que sentía una intensa Incomodidad de cuya causa no estaba muy seguro. ¿Acaso se trataba de una inquietud comprensible al hallarse ante semejante desequilibrio mental? ¿O se debía a que la afirmación del anciano sacerdote le resultaba plausible? Era cierto que había consentido en oír la confesión del viejo, pero dudaba abiertamente de la veracidad de cualquier cosa que pudiera oír.

A pesar de todo lo oiría, aunque sólo fuese para hacer que las ultimas horas del anciano sacerdote resultaran más soportables. A fin de cuentas, era su deber, se recordó Ludwik a sí mismo, aunque en este momento fuese un deber que deseaba honradamente no tener, por muchas confesiones que hubiese oido hasta ese día. Proseguid, hermano. Escucharé vuestra confesión. —En ese caso, comenzaré por el principio. Y a medida que el anciano hablaba, a despecho del crepitante alor del fuego reavivado, Ludwik sintió que el frío se cerraba sobre él como la gélida mano de la mismísima muerte.

NACHEXEN El doctor de Hangenholz La primera vez que vi un cadáver, yo tenía cinco años. Bueno, supongo que eso no es del todo cierto. Habla visto al Viejo Jack. Jack el Negro, protector del poblado, antes de eso. pero era la primera vez que veía el cadáver de alguien cercano a mí. Ahora parece extraño pensar que haya estado jamás cercano a alguien, pero en otros tiempos, debo admitirlo, ese alguien fue mi madre. Había muerto de unas fiebres. 10 304 ¿Me afectó profundamen volver ahora la vista