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La ruta de Don Quijote Azorin índice Dedicatoria La partida En marcha Psicología de Argamasilla IV El ambiente de Argamasilla 155522 gy Nicolopcz1224S67 cbenpanR 16, 2016 92 pagos to View nut*ge PACE 1 que da a un patio; el patio es blanco, limpio, silencioso. Y una luz suave, sedante, cae a través de unos tenues visillos y baña las blancas cuartillas que destacan sobre la mesa. Yo vuelvo a acercarme a la puerta y torno a gritar: -iDoña Isabel! iDoña Isabel! Y después me siento otra vez con el mismo gesto de cansancio, de tristeza y de resignación.

Las cuartillas esperan inmaculadas los trazos de la luma; en medio de la estancia, abierta, destaca una maleta. ¿Dónde iré yo, una vez más, como siempre, sin remedio ninguno, con mi maleta y mis cuartillas? Y oigo en el largo corredor unos pasos lentos, suaves. Y en la puerta aparece una anciana vestida de negro, limpia, pálida. -Buenos días, Azorín. -Buenos días, doña Isabel. Y nos quedamos un momento en silencio. Yo no pienso en nada; yo tengo una profunda melancolía. La anciana mira inmóvil, desde la puerta, la maleta que aparece en el centro del cuarto. ¿Se marcha usted, Azorín? Yo le contesto: -Me marcho, doña Isabel. Ella replica: ¿Dónde se va usted, Azorín? Yo le contesto: -No lo sé, doña Isabel. Y transcurre otro breve momento de un silencio denso, profundo. Y la anciana, que ha permanecido con la ca baja, la mueve con un 2 OF ligero movimiento, como y de las estepas castellanas que yo amo; doña Isabel ya me conoce; sus miradas han ido a posarse en los libros y cuartillas que están sobre la mesa. Luego me ha dicho: -Yo creo, Azorín, que esos libros y esos papeles que usted escribe le están a usted matando.

Muchas veces -añade sonriendo- he tenido la tentación de quemarlos todos durante alguno de sus viajes. Yo he sonreído también. desús, doña Isabel! -he exclamado fingiendo un espanto cómico-. iUsted no quiere creer que yo tengo que realizar una misión sobre la tierra! ‘Todo sea por Dios! -ha replicado ella, que no comprende nada de esta misión. Y yo, entristecido, resignado con esta inquieta pluma que he de mover perdurablemente y con estas cuartillas que he de llenar hasta el fin de mis días, he contestado: -Si, todo sea por Dios, doña Isabel.

Después ella junta sus manos con un ademán doloroso, arquea las cejas y suspira: -iAy, Señor! Y ya este suspiro que yo he oído tantas veces, tantas veces en los viejos pueblos, en os caserones vetustos, a estas buenas ancianas vestidas de negro; ya este suspiro me trae una visión neta y profunda de la España castiza. ¿Qué recuerda doña Isabel con este suspiro? ¿Recuerda los días de su infancia y de su adolescencia, pasados en alguno de estos pueblos muertos, sombríos? ?Recuerda las callejuelas estrechas, serpenteantes, desiertas, silenciosas? ¿Y la as, con soportales perro o un vendedor se para y lanza un grito en el silencio? ¿Y las fuentes viejas, las fuentes de granito, las fuentes con un blasón enorme, con grandes letras, en que se lee el nombre de Carlos V o Carlos III? ¿Y las glesias góticas, doradas, rojizas, con estas capillas de las Angustias, de los Dolores o del Santo Entierro, en que tanto nuestras madres han rezado y han suspirado? ?Y las tiendecillas hondas, lóbregas, de merceros, de cereros, de talabarteros, de pañeros, con las mantas de vivos colores que flamean al aire? ¿Y los carpinteros -estos buenos amigos nuestros- con sus mazos que golpean sonoros? ¿Y las herrerías -las queridas herrerías- que llenan desde el alba al ocaso la pequeña y silenciosa ciudad con sus sones joviales y claros? ¿Y los huertos y cortinales que se extienden a la salida del pueblo, y por cuyas ardas asoma un oscuro laurel o un ciprés mudo, centenario, que ha visto indulgente nuestras travesuras de niño? ?Y los lejanos majuelos a los que hemos ido de merienda en las tardes de primavera y que han sido plantados acaso por un anciano que tal vez no ha visto sus frutos primeros? ¿Y las vetustas alamedas de olmos, de álamos, de plátanos, por las que hemos paseado en nuestra adolescencia en compañía de Lolita, de Juana, de Carmencita o de Rosarito? ¿Y los cacareos de los gallos que cantaban en las mañanas radiantes y templadas del invierno? ¿Y las campanadas lentas, sonoras, largas, del vetusto reloj que oíamos desde as anchas chimeneas en las noches de invierno?

Yo le digo al cabo a doña -Dona desde Yo le digo al cabo a doña Isabel: -Doha Isabel, es preciso partir. Ella contesta: -Si, si, Azorín; si es necesario, vaya usted. Después yo me quedo solo con mis cuartillas, sentado ante la mesa, junto al ancho balcón por el que veo el patio silencioso, blanco. ¿Es displicencia? ¿Es tedio? ¿Es deseo de algo mejor que no sé lo que es, lo que yo siento? ¿No acabará nunca para nosotros, modestos periodistas, este sucederse perdurable de cosas y de cosas? ?No volveremos a oír nosotros, con la misma sencillez de los primeros años, con la isma alegría, con el mismo sosiego, sin que el ansia enturbie nuestras emociones, sin que el recuerdo de la lucha nos amargue, estos cacareos de los gallos amigos, estos sones de las herrerías alegres, estas campanadas del reloj venerable, que entonces escuchábamos? ¿Nuestra vida no es como la del buen caballero errante que nació en uno de estos pueblos manchegos? Tal vez, si, nuestro vivir, como el de don Alonso Quijano el Bueno, es un combate inacabable, sin premio, por ideales que no veremos realizados…

Yo amo esa gran figura dolorosa que es nuestro símbolo y nuestro espejo. Yo voy -con ml maleta de artón y mi capa- a recorrer brevemente los lugares que él recornera. Lector: perdóname; mi voluntad es serte grato; he escrito ya mucho en mi vida; veo s OF con tristeza que todavía h tro tanto. Lector: que, en los ratos de vanidad, quiere aparentar que sabe algo, pero que en realidad no sabe nada. Estoy sentado en una vieja y amable casa, que se llama Fonda de la Xantipa; acabo de llegar -idescubrl»os! al pueblo ilustre de Argamasilla de Alba. En la puerta de mi modesto mechinal, allá en Madrid, han resonado esta mañana unos discretos golpecitos; me he levantado súbitamente; he abierto el balcón; aún el cielo staba negro y las estrellas titileaban sobre la ciudad dormida. Yo me he vestido. Yo he bajado a la calle; un coche pasaba con un ruido lento, rítmico, sonoro. Esta es la hora en que las grandes urbes modernas nos muestran todo lo que tienen de extrañas, de anormales, tal vez de antihumanas.

Las calles aparecen desiertas, mudas; parece que durante un momento, después de la agitación del trasnocheo, después de los afanes del día, las casas recogen su espíritu sobre si mismas, y nos muestran en esta fugaz pausa, antes de que llegue otra vez el inminente tráfago diario, toda la frialdad, la impasibilidad de sus fachadas altas, imétricas, de sus hileras de balcones cerrados, de sus esquinazos y sus ángulos que destacan en un cielo que comienza poco a poco, imperceptiblemente, a clarear en lo alto… El coche que me lleva cor e hacia la lejana estación. OF Ya en el horizonte escapar un humo denso, negro, que va poniendo una tupida gasa ante la claridad que nace por Oriente. Yo llego a la estación. ¿No sentís vosotros una simpatía profunda por las estaciones? Las estaciones, en las grandes ciudades, son lo que primero despierta todas las mañanas, a la vida inexorable y cuotidiana. Y son primero los faroles de los mozos que pasan, ruzan, giran, tornan, marchan de un lado para otro, a ras del suelo, misteriosos, diligentes, sigilosos. Y son luego las carretillas y diablas que comienzan a chirriar y gritar.

Y después el estrépito sordo, lejano, de los coches que avanzan. Y luego la ola humana que va entrando por las anchas puertas, y se desparrama, acá y allá, por la inmensa nave. Los redondos focos eléctricos, que han parpadeado toda la noche, acaban de ser apagados; suenan los silbatos agudos de las locomotoras; en el horizonte surgen los resplandores rojizos, nacarados, violetas, áureos, de la aurora. Yo he contemplado este r y venir, este trajín ruidoso, este despertar de la energía humana. El momento de sacar nuestro billete correspondiente es llegado ya. ?Cómo he hecho yo una sólida, una sincera amistad podéis creerlo- con este hombre sencillo, discreto y afable, que está a par de junto a la ventanilla? -¿Va usted -le he preguntado yo- a Argamasllla de Alba? -Sí -me ha contestado él-; yo voy a Cinco Casas. Yo me he quedado un poco estupefacto. ¿Si este hombre sencillo e ingenuo -he pensado- va a Cinco Casas en voz alta he dicho ir a Argamasilla? Y luego Cinco Casas, cómo puede ir a Argamasilla? Y luego en voz alta he icho cortésmente: -permltame usted: ¿cómo es posible ir a Argamasilla y a Cinco Casas? ?l se ha quedado mirándome un momento en silencio; indudablemente yo era un hombre colocado fuera de la realidad. Y al fin ha dicho: -Argamasilla es Cinco Casas; pero todos le llamamos Cinco Casas.. Todos ha dicho mi nuevo amigo. ¿Habéis oído bien? ¿Quiénes son todos? Vosotros sois ministros; ocupáis los Gobiernos civiles de las provincias; estáis al frente de los grandes organismos burocráticos; redactáis los periódicos; escribís libros; pronunciáis discursos; pintáis cuadros; hacéis estatuas… n día os metéis en el tren, os sentáis en los duros bancos de un coche de tercera, y descubrís profundamente sorprendidos- que todos no sois vosotros (que no sabéis que Cinco Casas da lo mismo que Argamasilla), sino que todos es Juan, Ricardo, Pedro, Roque, Alberto, Luis, Antonio, Rafael, Tomás, es decir, el pequeño labriego, el carpintero, el herrero, el comerciante, el industrial, el artesano. Y ese día -no lo olvidéis- habéis aprendido una enorme, una eterna verdad… Pero el tren va a partir ya en este momento; el coche está atestado.

Yo veo una mujer que solloza y unos niños que lloran (porque van a mbarcarse en un puerto mediterráneo para América); veo unos estudiantes que, en el departamento de al lado, cantan y gritan; veo, en un ucado, junto a mí, un 8 OF hombre diminuto y misterioso, embozado en una capita raída, con unos ojos que brillan -como en ciertas figuras de Goya- por debajo de las anchas y sombrosas alas de su chapeo. Mi nuevo amigo es más comunicativo que yo; pronto entre él y el pequeño viajero enigmático se entabla un vivo diálogo.

Y lo primero que yo descubro es que este hombre hermético tiene frío; en cambio, mi compañero no lo tiene. ¿Comprendéis los antagonismos de la ida? El viajero embozado es andaluz; mi flamante amigo es castizo manchego. -Yo -dice el andaluz- no he encontrado en Madrid el calor. -Yo -replica el manchego- no he sentido el frio. He aquí -pensáis vosotros, si sois un poco dados a las especulaciones filosóficas-: he aquí explicadas la diversidad y la oposición de todas las éticas, de todos los derechos, de todas las estéticas que hay sobre el planeta.

Y luego os ponéis a mirar el paisaje; ya es día claro; ya una luz clara, limpia, diáfana, llena la inmensa llanura amarillenta; la campiña se extiende a lo lejos en suaves ondulaciones de erreros y oteros. De cuando en cuando se divisan las paredes blancas, refulgentes de una casa; se ve perderse a lo lejos, rectos, inacabables, los caminos. Y una cruz tosca de piedra tal vez nos recuerda, en esta llanura soltarla, monótona, yerma, desesperante, el Sltio de una muerte, de una tragedia. Y lentamente el tren arranca con un estrépito de hierros viejos.

Y las estaciones van pasando, p el paisaje que ahora vemos es igual que el paisaje pasado; todo el paisaje pasado es el mismo que el que contemplaremos dentro de un par de horas. Se perfilan en la lejanía radiante las lomas azules; acaso se columbra el hapitel negro de un campanario; una picaza revuela sobre los surcos rojizos o amarillentos; van lentas, lentas por el llano inmenso las yuntas que arrastran el arado. Y de pronto surge en la línea del horizonte un molino que mueve locamente sus cuatro aspas.

Y luego pasamos por Alcázar; otros molinos vetustos, épicos, giran y giran. Ya va entrando la tarde; el cansancio ha ganado ya vuestros miembros. pero una voz acaba de gritar: Argamasilla, dos minutos! Una sacudida nen,’iosa nos conmueve. Hemos llegado al término de nuestro viaje. Yo contemplo en la estación una enorme diligencia -una de estas diligencias que ncantan a los viajeros franceses-; junto a ella hay un coche, un coche venerable, un coche simpático, uno de estos coches de pueblo en que todos – indudablemente- hemos paseado siendo niños.

Yo pregunto a un mozuelo que a quién pertenece este coche. -Este coche -me dice él- es de la Pacheca. Una dama fina, elegante, majestuosa, enlutada, sale de la estación y sube en este coche. Ya estamos en pleno ensueño. ¿No os ha desatado la fantasía la figura esbelta y silenciosa de esta dama, tan española, tan castiza, a quien tan española y castizamente se le acaba de llamar la Pach Ya vuestra imaginación co . Y cuando tras largo